Vellocino de Oro, en "Las Argonauticas" de Apolonio de Rodas.


Miércoles Imaginarios con el Profesor Xavier


  Eetes le dice a Jasón: [...] “Extranjero, ¿por qué relatar cada cosa en extenso? Pues si verdaderamente sois de la estirpe de los dioses, o incluso si, de otro modo, vinisteis por lo ajeno sin ser inferiores a mí, te daré el dorado vellón para que te lo lleves, si quieres, tras ponerte a prueba. Pues por los hombres valerosos no siento recelo, como vosotros contáis de ese soberano de la Hélade. La prueba de tu fuerza y tu valor será un trabajo que yo mismo llevo a cabo con mis manos, por funesto que sea. En la llanura de Ares pacen dos toros míos de broncíneas patas, que por su boca exhalan fuego. Tras uncirlos al yugo los guío por la dura campiña de Ares, de cuatro fanegas, que rápidamente labro hasta el lindero con el arado y no siembro en los surcos la semilla con el grano de Deo, sino los dientes de un terrible dragón que al crecer se transfiguran en hombres armados. Allí mismo los destruyo y siego bajo mi lanza conforme vienen a mi encuentro por alrededor. De mañana unzo los bueyes y a la hora del crepúsculo finalizo la cosecha. Tú, si realizas esto así, entonces en el mismo día te llevarás el vellocino a casa de tu rey. Antes no te lo daría, ni lo esperes. Pues sin duda es indigno que un hombre nacido noble ceda ante un hombre inferior”.
[...] El esónida y la joven descendieron de la nave en un herboso lugar que se llama Lecho del Carnero… Allí los héroes por consejo de Argos los dejaron ir; y ellos dos por una senda llegaron hasta el bosque sagrado, buscando la enorme encina sobre la que estaba echado el vellocino, semejante a una nube que se enrojece con los encendidos rayos del sol naciente. Pero frente a ellos tendía su larguísimo cuello el dragón, que vigilante con sus ojos insomnes los había visto venir. Silbaba de manera espantosa, y alrededor las extensas orillas del río y el inmenso bosque resonaban… Mientras éste serpenteaba, la joven se lanzó ante sus ojos, invocando con dulce voz al Sueño protector, el supremo de los dioses, para que hechizara al monstruo. Y clamaba a la soberana noctívaga, la infernal, la misericordiosa, que le diera acceso. El Esónida la seguía aterrorizado. Pero aquél ya, hechizado por el encantamiento, relajaba el largo espinazo de su terrígena espiral y extendía sus incontables anillos, como cuando en apacibles mares rueda una ola negra, débil y silenciosa. Pero no obstante, levantando aún en alto su horrible cabeza, trataba de engullir a ambos con sus funestas mandíbulas. [...] 

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