Domingos Misceláneos con el Profesor Xavier.
Prof. X.- Queridos alumnos. Bien me conocéis, sabéis que no soy amigo de consejos y rogativas. Desde el inicio de mi carrera profesional me incliné por un concepto de educación basado en la coherencia y el diálogo, donde el aporte de conocimientos fuera de la mano de una conducta admirable, serena, reflexiva. Así, pienso que me tenéis en estima y lo demostráis de la mejor manera, siguiendo la senda que yo inicié.
Más, debéis entender que el camino es largo, difícil, y en muchas ocasiones os encontraréis con bifurcaciones que os obligarán a elegir; muchas veces os equivocaréis y arrepentiréis del camino tomado, intentaréis volver atrás, pero no podréis pues la urgencia vital os obliga a seguir adelante. El error forma parte de la vida, pero en nuestra naturaleza está el evitarlo.
Os voy a leer un relato, que os puede servir de ejemplo para entender lo necesario de tener conocimiento real sobre un concepto, la obligación de cerciorarnos del significado completo de lo que escuchamos o leemos, pese a que ésta información venga de una persona querida o admirada.
En la Francia de finales del siglo XVIII, la Baronesa De Fréval, se disponía a dar unos consejos a la mayor de sus hijas, una bella jovencita de apenas trece años, que prestaba a casarse el día siguiente con un famoso abogado de edad y gustos avanzados.
Baronesa.- Hija mía, sois hermosa como un ángel; apenas habéis cumplido vuestro decimotercer año y es imposible ser más tierna y encantadora; parece como si el mismísimo amor se hubiera recreado en dibujar vuestras facciones, y sin embargo os veis obligada a convertiros mañana en esposa de un viejo picapleitos, cuyas manías son de lo más sospechosas... Es un compromiso que me desagrada extraordinariamente, pero vuestro padre lo quiere. Yo deseaba hacer de vos una mujer de elevada posición, pero ya no es posible; estáis destinada a cargar toda vuestra vida con el ingrato título de presidenta... Lo que más me desespera es que no llegaréis a serlo más que a medias... El pudor me impide explicaros esto, hija mía..., pero es que esos viejos tunantes, que acostumbran a juzgar al prójimo sin saber juzgarse a sí mismos, tienen caprichos tan barrocos, habituados a una vida en el seno de la indolencia. Esos bribones se corrompen desde que nacen, se hunden en el libertinaje, y arrastrándose en el impuro fango de las leyes de Justiniano y de las obscenidades de la capital, como la culebra que no levanta la cabeza más que de cuando en cuando para devorar insectos, sólo se les ve salir de él a base de reprimendas o de alguna detención. Así, pues, escuchadme, hija mía, y manteneos erguida, porque si inclináis la cabeza de esa forma complaceréis extraordinariamente al señor presidente, y no me extrañaría que os la pusiera a menudo mirando a la pared.
Señorita de Fréval.- No os entiendo, madre.
Baronesa.- En una palabra, hija mía, se trata de lo siguiente: negad rotundamente a vuestro marido lo primero que os proponga; estamos convencidos de que esa primera proposición será, sin la menor duda, de lo más indecente e intolerable.. Conocemos sus gustos; hace ya cuarenta años que, llevado de convicciones totalmente ridículas, ese maldito pícaro afeminado tiene la costumbre de tomarlo todo única y exclusivamente por detrás. Así, pues, hija mía, vos os negaréis, ¿me oís?, y le contestaréis: "No, señor, por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí, de ninguna manera."
Prof. X.- Dicho esto, se ponen a engalanar a la señorita De Fréval; la arreglan, la bañan, la perfuman. Llega el presidente, con el pelo ensortijado como un querubín, empolvado hasta los hombros, gangoso, chillón, balbuciendo leyes y diciendo cómo tiene que ser el Estado. Gracias al arreglo de su peluca, de su traje ajustado, de sus carnes prietas y restallantes, apenas se le calcularían cuarenta años, aunque tenía cerca de sesenta. Aparece la novia, él le hace unas carantoñas y en los ojos del leguleyo se puede ya leer toda la depravación de su alma. Al fin llega el momento... la desnuda, se acuestan y por una vez en su vida, el presidente, bien por tomarse un poco más de tiempo para educar a su discípula o bien por temor a los sarcasmos que podrían ser fruto de las indiscreciones de su mujer, no piensa más que en cosechar placeres legítimos. Pero la señorita De Fréval ha sido bien educada. La señorita De Fréval, que se acuerda de que su mamá le ha aconsejado que rechazara con toda firmeza las primeras proposiciones que le fueran a hacer, no desperdicia la ocasión y le dice al presidente:
Señorita de Fréval.- No, señor, por mucho que queráis no ha de ser así; por cualquier otro sitio que os guste, pero por ahí, de ninguna manera.
Presidente.- Señora, debo protestar... estoy haciendo un esfuerzo... en realidad es una virtud.
Señorita de Fréval.- No, señor, por más que insistáis nunca accederé a eso.
Presidente.- Muy bien, señora, hay que teneros contenta. Mucho sentiría disgustaros y más en vuestra noche de bodas, pero tened cuidado, señora, pues en el futuro, por mucho que me lo roguéis, ya no podréis hacer que varíe mi rumbo.
Señorita de Fréval..- Me parece muy bien, señor, no temáis que no os lo he de pedir.
Presidente.- Entonces, ya que así lo queréis, adelante. En nombre de Ganímedes y de Sócrates, ¡hágase como se ordena!